sábado, agosto 30, 2008

El día que cerraron todos los kioskos


Sabíamos que este día llegaría, que las páginas claudicarían al fin ante las pantallas y el negro sobre blanco ya nunca más volvería a ser el mismo. Nos sentíamos alienados por tanta tecnología, pero a la vez la necesitábamos, ya nunca podríamos vivir sin gadgets ... sin querer las cosas más rápidas, más precisas, menos sinceras.

Como un agosto cualquiera, los kioskos cerraron sus puertas, esta vez para siempre. Ya nunca más podríamos bajar a comprar El País o El Marca, tendríamos que leerlo en nuestros portátiles o nuestros móviles. Los herederos de Boyero tendrían que contestar las preguntas de los internautas, mientras el negro de turno les escribía los artículos, ocultando sus sucios rizos y amaneramiento, buscando esa inspiración que le salvara de nuestro desprecio eterno.

El Señor de los Excesos me confesó una noche que jamás llegaríamos a estar satisfechos del todo, que nunca saciaríamos nuestra hambre de triunfos, que cada victoria nos obligaría a conseguir otra más seria, que cada derrota nos encabronaría más y a la siguiente oportunidad actuaríamos como si no hubiera mañana.

Como un Bender humanizado, abusamos de todo lo bebible, comible, fumable y follable. No cerramos ninguna puerta, por si más adelante nos apetecía volverla a abrir. Visitamos demasiadas ciudades en las que nos sentimos incomprendidos, en las que tuvimos que sufrir a los lugareños y escapar de la inmensa soledad provocada por el desconocimiento del idioma local.

Nos consolamos quemando noches y días, esperando que el tiempo nos fuera propicio y no nos pasara factura hasta poco antes del amanecer. Sabíamos que en cualquier momento nos podíamos volatilizar, por culpa de nuestras ansias de vivirlo todo, de no dejar pasar ni una oportunidad, de demostrar que siempre hay algo mejor que hacer que irse a camazo.

Nos daba igual sacarle todo el jugo a nuestras existencia, lo que queríamos era bebérnoslo sin tener que exprimirlo. No nos hacía falta una sonrisa perpetua para demostrar si estábamos bien o mal, nuestro optimismo iba por dentro y lo interiorizábamos minando la moral de los demás, con miles de reglas absurdas que no conducían a ninguna parte.

Algunos nos llamaron vagos, otros Iruretas de la Noche. Siempre nos fue el estajanovismo extremo, demostrar que nada era imposible, sobre todo si nos decían que jamás seríamos capaces de hacerlo. Una noche nos despertamos entre sudores, era verano y el calor arreciaba en Madrid, aquello era una buena señal, aún no habíamos pasado a mejor vida.

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