No es fácil ser número 1 del draft de la NBA, no es fácil que te elijan y tampoco es sencillo vivir con ello. Aunque pueda sonar frívolo, lo que más echo de menos de menos de mi vida anterior son los burdeles de San Petersburgo.
No, no soy ruso. Esta pequeña confidencia está dedicada a los amantes del baloncesto, que seguro que sospechan quien soy, para el resto seré simplemente un jugador europeo haciendo las Américas.
Wilt Chamberlain fue uno de los mejores jugadores de la historia del baloncesto. Entre sus cientos de records hay dos que llaman la atención: El primero es que este crack una noche fue capaz de meter él solito 100 puntos en un partido y, el segundo, que durante su carrera deportiva conoció - en el sentido bíblico - a más de 10.000 mujeres.
Cuando era tan solo un chaval y me hablaron de estos dos hitos, pensé que no podía ser casualidad, que tenía que haber una relación entre meter dentro de la cancha y meter fuera de ella.
Así que con apenas 10 añitos probé el efecto Chamberlain. A diferencia de muchos prepuberes, no recurrí al sexo de pago para estrenarme, sino que engañé a una chica de mi pueblo para empezar jugando a los médicos y acabar haciendo una autopsia a nuestra virginidad. Como soy un caballero, solo diré que mi primera vez fue tan accidentada como consentida por ambas partes.
En el siguiente partido de la liga infantil anoté 30 de los 35 puntos de mi equipo, capturé 15 rebotes y regalé 2 asistencias. No es que cuando era virgen fuera un paquete, pero está claro que en mi carrera siempre habrá un antes y un después de probar del sexo.
A partir de entonces no todo fue un camino de rosas, para poder mantener mis números en la cancha y en la cama, tuve que buscarme la vida con chicas fáciles que me dejaran explorar sus cuerpos y sus almas. Pasé épocas de vacas flacas, en las que estuve a punto de dejar el mundo de la canasta arrastrando además una precoz adicción al sexo.
Con más pena que gloria, me las arreglé para que me convocaran para uno de esos campeonatos europeos juveniles, la sede era la ciudad de San Petersburgo, antes conocida como Leningrado.
Y allí estaba yo, con apenas 17 años, saliendo de mi país por primera vez, decidido a darlo todo en un torneo en el que se había anunciado la presencia de ojeadores de la NBA, el sueño de cualquier jugador de baloncesto.
En la primera fase me harté a chupar banquillo, el entrenador no contaba conmigo y me dediqué a leer a Tolstoi, Dostoievski y otros clásicos de la tierra, que me enseñaron que la verdadera derrota está en la autocompasión.
La noche antes del cruce de cuartos, monté una fiestecilla con otros dos piezas de mi equipo. El vodka regó a tope nuestros gaznates y, casi sin darnos cuenta, acabamos en uno de los clubes de alterne de la ciudad. Allí nuestros euros parecían lingotes de oro y en pocos minutos acabé cruzando la madrugada entre los pechos y las nalgas de dos bellezas rusas que respondían a los nombres de Svetlana y Alina.
Aquel ratillo me hizo sentir como Javier Bardem en "Huevos de Oro", ya saben, cuando se lo monta con Maribel Verdú y Maria de Medeiros. He de reconocer que hubo algunos momentos estresantes, pero las chicas fueron encantadoras, me hicieron sentir como en casa y me liberaron de toda presión por falta de rendimiento.
Al partido de cuartos llegué echo mixtos, estuve a punto de ponerme las gafas de sol en el banquillo. Como pasa siempre en estos casos, el titular se lesionó y me tocó salir a la cancha. Al principio mi actuación fue lamentable, pero como no había mucho más donde elegir seguí jugando hasta el final.
Mi entrenador me gritaba de todo desde la banda, lo más suave fue que era la vergüenza de mi país. Algo se encendió en mí con esas palabras, concretamente el recuerdo de la noche anterior. La sonrisa de Magic Johnson se me dibujó en la cara y el espíritu de Wilt Chamberlain se apoderó de mi juego.
Mis 20 puntos y 7 rebotes en el último cuarto nos catapultaron a una victoria sin paliativos. Me había ganado un puesto de titular y, aunque no ganamos el campeonato, fui elegido mejor jugador del torneo. Había nacido una estrella y un aficionado al sexo en grupo.
Desde aquel mítico campeonato, todo cambió para mí, me convertí en la gran promesa baloncestística de mi país y me llovían las mujeres por todas partes, pero por alguna extraña razón, no lograba olvidar a aquellas mujeres de San Petersburgo.
Los avatares de la Liga Europea me llevaron de nuevo a la madre Rusia y, al más puro estilo Bergkamp, decidí hacer el viaje en tren. La excusa oficial era hacer ese interrail que nunca tuve, la realidad era poder hacer una escala técnica en San Petersburgo.
Esta vez pasé la noche con Nadia y Natasha. Me noté mucho más suelto, viviendo el momento de la misma forma que en la cancha disfrutaba cuando metía un triple o daba una asistencia mirando al tendido.
Aquella fue la segunda de una larga lista de visitas a esta ciudad de belleza incomparable, el lugar que los zares eligieron para imitar lo mejor de la arquitectura de otras ciudades europeas y que los regímenes soviéticos respetaron, sabedores de que la magnificencia de aquel sitio iba mucho más allá del tiempo y la política.
Mi compromiso con los locales de alterne de San Petersburgo era total, hasta tal punto que decidí que allí sería el único sitio en el que pagaría. El resto me empezaron a parecer sucios e indecentes, supongo que era una más de las manías de divo que se iban apoderando de mí.
La lotería del draft me llevó a una ciudad oscura y fría del Norte Americano. Desde el principio el equipo intentó que me adaptara cuanto antes. En USA se cuida mucho la salud sexual de los deportistas y hay toda clase de personal que se ocupa de proporcionarte de todo lo que necesites. Allí todo es a lo grande: los refrescos, las comidas, las casas, los coches, las orgías ... pero a la vez todo parece artificial, sin la trastienda de la esencia milenaria del viejo continente.
En el avión del equipo siempre viajan unas cuantas aspirantes a animadoras, dispuestas a relajarnos durante los viajes. Hace poco leí que la mujer de Kirilenko le había dado luz verde para que el rubio de los Jazz le fuera infiel unas cuantas veces durante cada temporada. Solo una mujer rusa podía ser capaz de dejar a un lado lado los convencionalismos imperantes y negarse a mirar para otro lado con la boca cerrada.
Allí vivo muy bien y, poco a poco, me estoy ganando un lugar entre los grandes. Pero en mis noches solitarias de hotel, visito en sueños los burdeles de San Petersburgo, con la misma ilusión de aquel niño que aprendió a botar la pelota para poder encestar su primera canasta en carrera.
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