sábado, enero 19, 2008

Fantasiesta


Es duro llamarse BernarDino Baggio y pasar a la historia como "el otro Baggio", el que no era un Fantasiasta, sino más bien un tronquete. Tras una carrera brillante, las comparaciones han sido odiosas, incesantes y dolorosas. Si tuviera que volver atrás, igual me hubiera dedicado al esquí alpino, seguro que le hubiera echo sombra al mismísimo Alberto Tomba.

Junto con mi amigo Ravanelli, montamos una pequeña empresa de blanqueo de dinero, algo modesto y sin pretensiones. No queríamos ser grandes capos, pero sí que la Cosa Nostra triunfara en el Norte de la bota como lo hacía en el Sur. Era cuestión de tiempo que ocurriera y estábamos más que preparados para ser los precursores y artífices de la conversión del Norte en el Sur.

Para empezar dimos un curso intensivo de crimen organizado a escasos metros del San Paolo, el mítico estadio en el que Maradona cambió para siempre el rumbo del fútbol. La Camorra es una organización seria y bien montada, allí no hacen falta ordenadores para controlar que no se escape ni un solo céntimo procedente de la extorsión.

Mis noches solitarias en el centro del campo, bregando con los más duros del Calcio, me enseñaron que ni se puede ni se debe confiar en nadie, sobre todo si parecen inofensivos. En el tercer tiempo es donde se descubre a los hombres de verdad, en mi época la metrosexualidad se llamaba homosexualidad y nos comprábamos los ferraris de cuatro en cuatro.

Una tarde, tomando una cerveza con mi tocayo Robbie Baggio, me confesó el secreto de su longevidad deportiva, que no era otro que no ver jamás la tele, ni leer los periódicos. El Coleta vivía en un mundo sin noticias, alimentándose de libros ancestrales que cuanto más etéreos, más le ponían los pies en el suelo. Para él las máquinas eran un estorbo y el fútbol una necesaria forma de comunión con el universo.

Otra tarde, despachando con "Abuelo" Meneghin, llegamos casi a las manos, discutiendo cuál era la mejor cerveza de Europa. El viejo se levantaba cada mañana a las 8 como si todavía siguiera en activo, había perdido el norte por no darse cuenta de que ni somos inmortales ni podemos prolongar nuestra carrera hasta el infinito.

Recluido en mi casa de la Toscana, me puse a reflexionar sobre lo que había sido mi vida hasta entonces: un buen puñado de casualidades que cabrían en una caja del tamaño de un ascensor de hotel, en el que por supuesto sonaría una melodía castigada con la voz impenetrable de mi gran ídolo de siempre, el otro Dino.

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