domingo, enero 13, 2008

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Que una chica que durante unos minutos fue la mujer de tu vida te de la espalda, no tiene porque ser necesariamente una mala noticia. Hay encuentros fortuitos en el metro que no son cosa del destino, sino del azar, y lo mejor es hacer como ella: mirar para otro lado y fingir que no conoces al otro.

Reflexionando sobre la crueldad femenina, un día me di cuenta de la facilidad que tienen ellas para despreciar por completo al que un día fue la persona más importante en su universo. No entraré en una batalla de sexos, ni en una rajada machista de época, esa no es mi guerra.

Subiendo aquella cuesta cercana a su casa, pensé en la cantidad de veces que había estado allí esperándola. Cuanto más se envenenaba nuestra relación, más me hacía esperar. Era su forma de castigarme, utilizando un brutal desprecio por la puntualidad extrema de la que siempre hice gala.

Su frivolidad era fruto de una vida sencilla, en la que otros tomaban sus decisiones y se podía permitir el lujo de pasar de todos aquellos que no la apreciaban en exceso. Desde el principio sospeché que aquello acabaría mal, nunca he creído en los finales felices. El tiempo me acabó dando la razón.

Eché de menos mucho tiempo una llamada de despedida y cuando al fin llegó, me comporté como la criatura más fría sobre la faz de la tierra. A día de hoy no sé si me importó poco o nada, cuando pienso en aquella tarde, me acuerdo de lo rápido que lo olvidé todo. Cuando paso por delante del lugar, lo recuerdo y me sigo preguntando cuántas arpías se habrán envenenado, al morderse sin querer la lengua.

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