lunes, marzo 31, 2008

Malas Noches, Mala Suerte


Muy de vez en cuando, aparece en nuestras carteleras alguna película que comulga con la tradición de la mejor época de los más grandes (Coppola, Scorsese, Eastwood, Huston, Welles ...) Esta vez el que se sube al carro de los mitos es un tal James Gray, que ha sabido reflejar como nadie la negrura acechante del Brooklyn de finales de los 80.

Joaquin Phoenix es el prota, un hijo pródigo que dirige el garito de moda, a escasos metros de Brighton Beach: probablemente el sitio con mayor concentración de rusos fuera de la madre Rusia. Renegando de su familia de maderos, el bueno de Joako consigue convertirse en el hombre de confianza del patriarca de la zona y, de paso, logra ser el hombre más afortunado del mundo por compartir cama con su novia Eva Mendes.

La Mendes es la mujer del siglo XXI, sus curvas consiguieron acabar con la anorexia mental de una sociedad enferma, desesperada por culpa de una delgadez tan artificial como imposible. Robert Duvall desconfía de su nuera morriqueña; él se puede permitir el lujo de hacerlo, para algo es una leyenda viva del cine y uno de los mejores secundarios que ha habido y habrá.

Da gusto ver a Bobby Duvall interpretando un papel a la altura de su eterno rol de Consigliere del cine de verdad, ese en el que los sentimientos acaban saliendo por el estómago y la lealtad acaba agonizando tras recibir una bala perdida en una reyerta en mitad de ninguna parte.

Rodada en escenarios naturales, las Malas Calles de lo más recóndito de Brooklyn son tan oscuras como las intenciones de unos personajes que se debaten entre el respeto a los demás y el que se deben a ellos mismos. La música que adornó el final de nuestra niñez, se entremezcla con los polvos mágicos que iluminaron a una generación pérdida, demasiado joven para olvidar los horrores y mentiras que les contaban tanto sus padres como los padres de sus padres.

Al final lo que queda es una cara familiar entre la multitud, que nos recuerda que al hacer lo correcto lo perdimos todo y acabamos convirtiéndonos en lo que más odiábamos, para regocijo de los que supuestamente nos quieren y que jamás podrán aliviar la soledad que sentimos entre los callejones de la megalópolis que jamás duerme.

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