lunes, mayo 26, 2008

El síndrome de Estocolmo



24.000 islas forman la ciudad de Estocolmo, enclavada en el Báltico, es la capital de esa Escandinavia que siempre quisimos conocer y nunca nos atrevimos a visitar. Para nosotros no hay gran diferencia entre un alce y un reno, pero los suecos, cuando hacen la mili, tienen que matar al menos uno de estos verracos, para demostrar su hombría y prepararse para una más que probable invasión de los noruegos o los finlandeses.

Esta ciudad amarilla jamás duerme, por culpa de la luz de un sol que nunca para de brillar del todo. La noche no acaba de llegar y el utópico estado del bienestar cubre cada rincón de tan civilizada urbe. Infinitos bosques con enormes coníferas rodean lo que sería un cruce entre las clásicas Venecias (la del Norte y la del Sur), MonteCarlo y el pueblecito de Papa Noel. Demasiadas zonas verdes nunca son demasiadas: Estocolmo es como si el Retiro abarcara toda la almendra madrileña y dentro de ella incrustaramos el Barrio de Salamanca, cambiando a sus pijos PPistas por diosas nórdicas filo-izquierdistas.

En algunos rincones, las luces de neón se confunden con el lujo de un país sobrado de riquezas naturales. En una civilización con escasas librerías y que solo venden libros de bolsillo: la sabiduría se transmite por tradición oral; las vikingas dictan las normas, mientras los suecos hacen honor a su nombre, mirando para otro lado y conformándose con compartir lecho con la mayor colección de bellezas a este lado del planeta.

Los puertas más amistosos que te puedas cruzar en la noche, te recuerdan lo que es un shock cultural, sin preocuparse de llenar de maromos unos garitos en los que siempre habrá mayoría femenina. Carteles de un sitio llamado Bukowskis hacen que te acuerdes del viejo Hank, que si alguna vez hubiera pisado estas tierras las hubiera pasado canutas para encontrar alguna tienda en la que comprar una botella, para regar el paraíso de poemas en los que se hubiera topado de bruces con los fantasmas de los acaparadores de musas.

Allí existen islas en las que el diseño de Ikea se cruza con las canciones de Mando Diao y los goles de Ibrahimovic con el segundo mejor salmón del planeta. La Princesa Magdalena toma el sol sobre el cesped de un parque, disfrutando de un helado con la tranquilidad de no tener que soportar a ningún baboso. Los Nobeles se juntan con los lugareños, para disfrutar de una tierra en la que también hay taxistas fantasmas, que presumen de haberse tirado a todas las rubias de Estocolmo y que confiesan que las odian y que cambiarían un millón de ellas por una española de rasgos eurolatinos, inéditos por aquellos lares.

Cuando pasas un fin de semana haciéndote el sueco, el sol brilla más fuerte, las calles están más limpias y se te purifica tu lastrada alma muchachesca: buenas malas calles se confunden con sueños demasido ancestrales, sientes que no se ha acabado un ciclo ... aún quedan muchas ciudades por descubrir y es seguro que lo haremos.

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