sábado, febrero 17, 2007

Bardem


Aprovechando el estreno del documental “Los Invisibles” en Berlín, voy a escribir un poco sobre el mejor actor de nuestro cine, el imprescindible Javier Bardem.

Cuando le nominaron al Oscar por “Antes que anochezca”, se hartó de hacer declaraciones en las que dejaba entrever que no estaba preparado para recibir la estatuilla. Según él, lo mejor sería ir a la ceremonia con resaca, para tener los biorritmos bajos y evitar que los nervios se le acabaran saliendo por la boca.

El paraíso para Bardem es algo tan sencillo como echar unas risas mientras toma unas Coronitas en compañía de sus eternos amigos, con la seguridad de que en un rato se encontrará con una de esas mujeres imposibles a las que es capaz de seducir con su perenne voz cazallera y ese físico de boxeador pseudo intelectual.

Si hay algo que le distingue de los demás actores, es su capacidad para seleccionar concienzudamente los papeles. Pasa de los trabajos alimenticios, porque tiene suficiente dinero como para no tener que madrugar para rodar películas que el jamás pagaría por ver.

Odia los programas de cotilleos que hurgan en su intimidad, porque no les debe nada. Si de él dependiera todos los paparazzis serían exterminados de la faz de la tierra. Como fiel representante de la generación del 69, solo le importan de verdad su familia, el cine, las mujeres y sus amigos; aunque no necesariamente en ese orden.

Después de la nominación al Oscar, la industria hollywoodiense llamó mucho a su puerta, pero él es mejor actor y más listo que Banderas y Pe. Sabía de sobra que en Hollywood y con las mujeres, la mejor forma de triunfar es hacerse el duro fingiendo que no te interesan.

Trabajar con Amenabar y Fernando León le consolidó definitivamente como el más grande en España y llamó la atención de unos cuantos directores prestigiosos que no descansarían hasta convercerle de trabajar con ellos, sus nombres: John Malkovich, Michael Mann, Milos Forman, los Coen, Mike Newell, Soderbergh y, como no podía ser de otra forma, Scorsese.

El día que le entregó el premio Donostia a un circunspecto De Niro, Bardem parecía mucho más nervioso y emocionado que Bobby. No podía sospechar que en unos años él sería uno más de esa añeja estirpe de Centauros del Desierto, dispuestos a hacer buena cualquier película con su mera presencia.

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