miércoles, septiembre 27, 2006

La lluvia en Sevilla


Lo que sí que es una maravilla es el AVE, sobre todo para los que vivimos cerca de Atocha. En dos horitas y media te plantas en la capital andaluza como el que no quiere la cosa. La avenida de Kansas City te da la bienvenida cuando pisas la estación de Santa Justa y empiezas a darte cuenta de que esa ciudad es diferente.

Cuando pasas por delante del Pizjuan, huele a Eurocampeones. Deberían ponerle una estatua al bueno de Monchi por todo lo que le ha dado a esa ciudad. Son tiempos convulsos, sobre todo si llegas a Híspalis el día que habían anunciado un huracán en la Península, sopla el viento que llena el ambiente de albero volante que se te mete por los ojos.

Vientos huracanados no te dejan dormir la siesta, demasiado ruido en la calle, árboles y sevillanos volando por las aceras … será una noche larga. Comienza a llover y te empiezas a preguntar ¿Qué tendrá la lluvia en Sevilla?

Contra viento y marea enfilas la Avenida de Eduardo Dato, observando como en Sevilla también hay especulación inmobiliaria: gruas y obras por doquier anuncian una lluvia de millones de euros para los terratenientes del lugar y un mar de hipotecas castradoras para los menos pudientes.

Haces una parada técnica en un bar circular que responde al nombre de Citröen, está a escasos metros de la Plaza de España: sí, esa en la que se paseaba la Reina Amidala de la mano del inquietante Anakin. Está jarreando en la calle y te quedas sin ver la plaza por dentro, en su lugar, disfrutas de unas cuantas cañas de Cruzcampo: cerveza oficial de la ciudad … allí donde fueres: bebe las pintas de la cerveza que anunciada vieres.

La lluvia no para de caer y casi sin darte cuenta apareces en un restaurante de postín situado en la orilla del Guadalquivir, la Torre del Oro se deja ver en la otra orilla, degustas la fritanga del lugar acompañada de los caldos de la tierra. Deja de llover, de fondo se oye el sonido de unos guiris que hace tiempo dejaron atrás la frontera de la sobriedad. Jefe: póngame otro orujo de hierbas, que son digestivos.

Con una ligera chispa apareces en la calle Betis, con ese nombre te dan ganas de pedirle un préstamo al tío Lopera. Entras en un garito que se hace llamar Lo Nuestro, unos días después lees un artículo deportivo en El País que lo describe como “Templo de los tablaos flamencos y de las salves rocieras en el que paraba el núcleo duro sevillano del Sevilla en los 90”. Llegas a eso de la una de la mañana y allí no hay ni el tato, te acercas tímidamente a la barra y pides tu nueva poción mágica: Jameson con Ginger Ale, tu sorpresa es mayúscula cuando descubres que tienen Ginger Ale … esa ciudad te empieza a gustar.

El garrafón no es demasiado duro y las copas entran solas, empieza a darte igual que solo pongan música aflamencada. Te mimetizas con el ambiente y hasta le empiezas a encontrar la gracia a las sevillanas (el baile, no las mujeres), esas que tanto odiabas cuando te las ponían en Cats y similares en época de Feria de Abril.

El garito se va llenando de neopijos sevillanos y gente maqueada oriunda de Ecijas y similares. Que bien se lo tienen que pasar estos tíos en sus casetas en época de Feria. Consumida la mitad de la noche te sacan del sitio y te hablan de una discoteca enorme en la Isla de la Cartuja, pero uno de los que van contigo no tiene los zapatos reglamentarios, así que hay que buscar sitios con puertas que no tengan la mirada sucia.

Paras a una sevillana (la mujer, no el baile) y le preguntas que dónde se puede ir a esas horas. Cuando reconoce tu acento madrileño (o la ausencia de acento sevillano) no solo no te odia por haber nacido en la capital del país, sino que se muestra simpática y dicharachera. Te comenta que la gente esta inquieta porque ha llovido, que allí el hecho de que caiga agua del cielo les descoloca y altera por completo sus pautas normales de comportamiento. Te recomienda un sitio: Orange o algo por el estilo y allí vas de cabeza, no parece haber muchas más opciones.

Se trata de un garito grande o discoteca pequeña, abundan los tonos verdosos y rosados. Allí también tienen Ginger Ale: la ciudad te va gustando más y más. Consumes la noche a tragos largos, entre risas y zarandeos, que tú no sabes ni quieres bailar. Al día siguiente te espera el barrio de Santa Cruz, la Giralda, la Catedral y demás monumentos que apenas conoces, porque tú eres un turista accidental, estas allí de prestado y cuando menos te lo esperes estarás otra vez bajándote del AVE con la media sonrisa del que ha visto llover en Sevilla.

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