(original del verano del 99, gestado poco antes y después de un viaje iniciático a Tenerife)
No rendirse ante las pretensiones ajenas es la cualidad más valiosa en un artista, y eso es lo que intentó durante toda su vida Orson Welles, un hombre adelantado a su tiempo, el “Profeta” del cine independiente americano.
Welles revolucionó todas y cada uno de los medios en los que trabajó: teatro, radio y cine. Pero durante su vida fue igualmente maltratado y adorado por distintos sectores de la sociedad.
Su negativa a adaptarse a la “fábrica” de Hollywood le llevó al exilio, pero no es menos cierto que su carácter intransigente y poco fiable le hicieron dilapidar el crédito que le proporcionaban sus mejores trabajos.
Sus temas predilectos fueron el totalitarismo, que siempre condenó y al que vio venir desde lejos, y la progresiva decadencia del hombre hasta llegar a la muerte.
Para Welles el poder y el dinero conducen inexorablemente al empobrecimiento personal, ello se refleja en sus obras más personales. El millonario de “Ciudadano Kane” no hace sino buscar su inocencia infantil robada entre las miles de obras de arte que ni siquiera llegó a desembalar.
Liberal consumado, siempre vivió a lo grande: los mejores hoteles, alcohol a raudales, las mujeres más bellas, y todo ello con un enorme habano entre los dientes. Pese a compartir aficiones, Welles odiaba a Hemingway, del que decía que bajo tanta exaltación de la virilidad se escondía una homosexualidad frustrada.
Disfrutaba engañando a la gente, su vocación primera fue la magia, incluso llegó a montar funciones en las que aserraba entre otros a Rita Hayworth, su segunda esposa, dejando boquiabierto al respetable. Pero eso no era nada comparado con las mentiras que contaba a los periodistas, pocas cosas le hacían más feliz que reinventar su pasado con extravagantes historias que todo el mundo se tragaba.
Su adoración por Shakespeare fue absoluta, para él nadie se adentraba en los confines de la naturaleza humana como el bardo inglés, ahí queda su trilogía para atestiguarlo: “Otelo”, “Macthbeth” y “Campanadas a medianoche”, todas sublimes y todas descatalogadas.
Nunca contó con éxito comercial y fue menospreciado por la crítica, los americanos no entendían sus películas y los europeos no querían verlas, vivió en la época equivocada, había demasiado sufrimiento en el mundo tras la “Gran Guerra” como para buscar en un cine algo más profundo que una mera distracción.
Los constantes problemas económicos le obligaron a actuar en películas diversas, en las que solía dejar su sello personal, pero el siempre dijo que interpretaba el papel de actor, como su tan admirado John Barrymore.
Orson Welles era esencialmente un ególatra, su adicción a sí mismo le llevaba a límites autodestructivos, lo prioritario era su trabajo, su arte, por encima de familia, amigos o compañeros. Cualquier persona o cosa que se interpusiera en su camino no le haría desistir de sus propósitos.
Era un vago activo, la contradicción se adueñaba de él cuando bajo tanta inspiración suprema aparecía la indecisión, como si tuviera miedo de no estar a la altura de sus mejores obras, algo lógico si tenemos en cuenta que creó la mejor película de la historia – “Ciudadano Kane”- con apenas veinticinco años.
Era indisciplinado y anárquico, una pesadilla para los productores, que a su vez eran la suya propia al manipular sus creaciones sin su consentimiento.
La mayor parte de los personajes de las películas de Welles son débiles, humanos y con frecuencia odiosos, el espectador no puede identificarse con ellos y eso hace que su cine sea indescifrable para la mayoría, dos de sus obras más personales, “El Cuarto Mandamiento” y “El Proceso”, son tan geniales como soporíferas.
Vivió en Europa durante décadas, le encantaba España donde pasó algunos de los mejores momentos de su vida. Era un insomne crónico, siempre con varios proyectos en la cabeza, abarcando más que un humano normal pero menos de lo que querría.
Welles ha sido inspiración para infinidad de cineastas posteriores y en vida recogió homenajes hasta de la Academia, de la que se mofó rehusando recoger su Oscar honorífico en persona, mientras veía la ceremonia por la televisión desde un lugar cercano.
Su historia demuestra la incapacidad básica del ser humano de alterar su verdadera naturaleza o de escapar al destino al que le conduce su propia personalidad, aceptó su “fatum” y convivió con él hasta el final.
Las cenizas de Orson Welles descansan en una hacienda andaluza difícil de encontrar, pero quince años después de su muerte su espíritu sigue vivo entre los que utilizan la cámara como instrumento del arte y sobre todo en aquellos que creen en lo que hacen y hacen lo que creen.
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