Las luces de neón despiden el adiós definitivo de Clint Eastwood al oficio de actor. Hace años que el alcalde de Carmel decidió convertirse en autónomo para no tener que acatar las órdenes de otro. Su despedida tenía que ser a lo grande, con una película dogmática en la que nos enseñara un par de lecciones sobre la vida… y sobre la muerte.
Desde un suburbio cualquiera de una ciudad americana cualquiera, Eastwood cabalga por última vez para enfrentarse a su propia infelicidad. Un sentimiento de culpa ancestral le corroe por dentro mientras consume sus días de viudedad entre latas de cervezas y cigarros que enciende con su viejo mechero de la guerra de Corea.
Clint odia a los que son diferentes porque le recuerdan a si mismo, rodeado de orientales se siente un bicho raro, aunque sabe de sobra que se sentiría así aunque viviera rodeado de americanos de pura cepa. Está chapado a la antigua y desprecia a todos los que no comprenden unos códigos de honor tan caducos como necesarios para que su vida tenga un mínimo sentido.
Desde su porche se disfrazará por última vez de “Harry el Sucio” con el espíritu de un Quijote que nunca sonríe y al que le gusta hacer todo con sus propias manos. Su aprendiz esta vez será un nieto adoptivo oriental, al que le enseñará todo lo que necesita saber para sobrevivir en el siglo XXI con principios añejos pero efectivos, basados en el coraje y la dignidad.
El Ford Gran Torino que da nombre a la película es la obsesión del protagonista y el hilo conductor de una película de las de antes, de esas que veías cuando eras adolescente, de las que te dejaban pensando un rato en lo rápido que se mueve todo y en cómo hay personajes capaces de parar el tiempo con sus diálogos, con sus movimientos de viejo lobo solitario, capaz de convertir en mayúscula cada una de las películas en las que aparecen.
Esta vez la Academia no se ha rendido a sus pies y a nadie le importa. “Gran Torino” es un proyecto pequeño, decidido y rodado en dos tardes, que se sostiene con la interpretación y la maestría del último clásico del cine moderno. No hay quien pueda discutir que Clint Eastwood es el mejor cineasta que aún respira mientras leéis estas líneas.
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